Ana y el Caballito Verde
CÉSAR MANUEL CUERVO
Érase
una vez una hermosa niña de nombre Ana, cuya casita se encontraba en lo más
profundo del bosque junto a un río de aguas tan cristalinas como sus ojos. A la
salida del Sol, Ana pasaba las horas a la orilla del río peinando sus largos y
dorados cabellos. Cuando caía la tarde y asomaban las primeras estrellas, se
acotejaba junto a la chimenea hasta quedar suspendida en un profundo sueño.
Cierto
día junto al río, apareció de repente un caballito verde, tan pequeño como la
palma de una mano y tan reluciente como la yerba de la mañana envuelta en el
rocío.
– ¡Qué caballito tan hermoso! –
exclamó Ana mientras lo acunaba en su regazo.
– Te daré mi amistad – dijo el
caballito sin pensarlo dos veces – Vamos a jugar.
Y
comenzaron a corretear por todo el bosque hasta la caída de la noche. Al día
siguiente, se volvieron a encontrar junto al río. Pero Ana encontró al
animalito verde suspirando con la cabeza baja.
– ¿Por qué estás tan triste,
caballito? – preguntó la niña acariciando su verde crin.
– Amiga mía, a pesar de ser tan
pequeño, soy un animal muy veloz. Pero, ¿De qué me sirve tal virtud si no puedo
ayudar a mis amigos?
– ¿Cómo puedo ayudarte? Haré lo que me
pidas – exclamó Ana.
–
Hazme una cabalgadura con tus manos hábiles. Así podré llevar a tiempo al conejo
a sus clases de violín, rescataré al bebé sinsonte cuando se aleje de su madre,
y hasta podré ayudar al ciempiés cuando pierda sus zapatos.
Antes
de que terminase de hablar, Ana casi había terminado de prepararle un cascarón
de nuez rematado con hebras de su pelo dorado. Una vez atado en su lomo
pequeño, el caballito le devolvió una sonrisa maravillosa y echó a correr hasta
perderse en el bosque. A la tarde siguiente, Ana faltó al encuentro de su
amigo. Y el animalito la buscó por toda la vereda del río hasta oír un sollozo
que provenía de lo lejos.
Al acercarse, descubrió a la pobre
muchacha tendida en el suelo con el rostro cubierto en lágrimas.
– Ana ¿Por qué lloras niña bella? –
preguntó el caballito acurrucándose en sus brazos.
– He perdido mis hebillas, sólo me
queda una y no puedo recogerme el pelo. Y de nada sirve que lo peine y lo cuide
si en las noches se me quema con el fuego de la chimenea.
– Te ayudaré – aseguró el caballito –
Escucha con atención lo que debes hacer: hoy en la tarde siembra tu última
hebilla en el suelo cerca del río y a la mañana siguiente encontrarás una
sorpresa.
Antes
de que terminase de hablar, Ana casi había terminado de prepararle un cascarón
de nuez rematado con hebras de su pelo dorado. Una vez atado en su lomo
pequeño, el caballito le devolvió una sonrisa maravillosa y echó a correr hasta
perderse en el bosque. A la tarde siguiente, Ana faltó al encuentro de su
amigo. Y el animalito la buscó por toda la vereda del río hasta oír un sollozo
que provenía de lo lejos.
Al
acercarse, descubrió a la pobre muchacha tendida en el suelo con el rostro
cubierto en lágrimas.
– Ana ¿Por qué lloras niña bella? –
preguntó el caballito acurrucándose en sus brazos.
– He perdido mis hebillas, sólo me
queda una y no puedo recogerme el pelo. Y de nada sirve que lo peine y lo cuide
si en las noches se me quema con el fuego de la chimenea.
– Te ayudaré – aseguró el caballito –
Escucha con atención lo que debes hacer: hoy en la tarde siembra tu última
hebilla en el suelo cerca del río y a la mañana siguiente encontrarás una
sorpresa.
Así
lo hizo la pequeña muchacha y se marchó a dormir. Con el despuntar del Sol,
regresó hacia el lugar donde había enterrado la hebilla, y allí encontró para
su sorpresa un arbusto frondoso que relucía a los pies del río. De sus ramas
brotaban como frutos muchas hebillas relucientes de varios colores. Entonces
Ana cubrió su pelo con las hebillas y al verse tan hermosa en el reflejo del
agua no pudo contener su emoción y salió en busca del caballito para darle
gracias. Como no lo encontró por los alrededores, decidió ir más allá del
bosque conocido, y tanto caminó hasta que se extravió, y cuando sus pies
comenzaban a abandonar sus fuerzas encontró un castillo majestuoso de puertas
alargadas hasta el cielo.
Al adentrarse en su interior,
descubrió un espantoso gigante que dormitaba tendido en el centro de una espaciosa
sala. Mas cuando Ana se disponía a marcharse alcanzó a oír la voz de su querido
amigo, el caballito verde, que chillaba desde lo profundo de la barriga del
gigante pidiendo socorro.
– ¿Cómo has llegado a la barriga de
este gigante, caballito? – susurró Ana lo más bajo posible.
–
¡Ay amiga! Una comadreja me devoró cuando me disponía a ir a tu encuentro.
Luego la zorra, se tragó a la comadreja. Más tarde, el señor león se embuchó a
la zorra, y al rato, apareció este gigante y se almorzó al león de un solo
bocado. Y aquí estoy atrapado sin saber cómo salir.
– Descuida. Yo te ayudaré.
Y así lo hizo la valiente niña. Luego
de registrar el palacio en busca de algo que pudiera servirle de ayuda, solo
pudo encontrar un jabón y unas ciruelas mágicas que le permitían encogerse de
tamaño. Entonces se encaramó con cuidado en la boca del gigante y se tragó las
ciruelas. Y cuando estaba lo suficientemente pequeña, se adentró en su
garganta, y luego la del león, pasando por la de la zorra hasta encontrarse
finalmente en el estómago de la comadreja con su amigo el caballito verde que
se emocionó mucho al verla y exclamó:
– Qué bueno que has venido en mi
auxilio. Nunca olvidaré una amiga como tú.
En
ese momento, restregó el jabón en sus manitas tantas veces hasta hacer muchas
pompas de jabón. Y sólo cuando logró hacer una lo suficientemente grande en la
que entraran ella y el caballito, comenzaron a ascender por el pescuezo de la
comadreja hasta la superficie. Pero los amigos se apiadaron de los animales
atrapados en las fauces del gigante, así que agarraron a la comadreja por la
cola, y ésta sostuvo al zorro, que aferró sus patas a la melena del león. Así
flotaron fuera del castillo hasta encontrarse completamente a salvo.
Al
llegar a su casa, Ana se despidió cordialmente del caballito, y prometieron
volver a verse a la mañana siguiente junto al río. Sin embargo, la pequeña no
volvió a aparecer en los días venideros. Preocupado el caballito, recorrió los
caminos de principio a fin, y jamás la encontró. Cansado de gritar su nombre a
los cuatro vientos, y cuando había cabalgado algún tiempo ya, encontró la
casita de la niña en lo profundo del bosque, y dentro, en una cama, el
cuerpecito rendido de la niña. Había llorado tanto, que sus ojos ya no tenían
brillo, y apenas podía sostener la mirada.
– Querida ¿Qué te ha pasado?
– Tengo una terrible enfermedad, amigo
mío – pronunció la niña con sus labios grises y mustios – Hay un viejo gnomo
del otro lado del río que tiene la cura para mi dolor. Pero yo apenas puedo
sostener mis párpados ¿Cómo podré llegar hasta él entonces?
– Yo te llevaré sobre mi lomo –
exclamó el caballito
– Eres muy chico, amigo mío. Jamás
podrías.
Y no más terminó de
hablar, Ana quedó atrapada en un sueño moribundo. El caballito, afligido por su
amiga, se recostó junto a su pecho. En
verdad era un animal pequeño, y por más que lo quisiera, no podría llevar a la
pequeña junto al gnomo para curarla. Entonces, se apiadó tanto que comenzó a
beberse las lágrimas de la niña. Y he aquí que al cabo de unos minutos, sintió
un estruendo en todo su cuerpo, y notó de repente que ya no cabía en la cama
junto a la niña. Y más tarde, trató de enderezarse pero el techo de la casita
le chocaba con la cabeza. ¡El caballito había crecido increíblemente! Así que,
sin perder tiempo, subió a la moribunda Ana sobre su lomo y se desprendió a
cruzar el río en busca del viejo gnomo. Afortunadamente, no fue demasiado
tarde. Ana logró recuperarse con el tiempo gracias a su fiel compañero, y desde
entonces, jamás se abandonaron.
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